Los albaneses sufren la venganza de sangre
Cuando me dijeron que habían herido a Marije en el pie, exclamé instintivamente: ‘¡Mejor muerta que coja! Nadie querrá casarse con ella’. No pude perdonármelo cuando, por la tarde, mi marido llamó desde el hospital y me preguntó: “¿Cómo quieres vestir a nuestra hija para el entierro?”.
Shaqe Qukaj sirve café turco y raki demasiado fuerte a las diez de la mañana. Vive en el campo, cerca de Shkodra, y desde ahí, el lago que separa Albania de Montenegro parece un abismo oscuro y tranquilo. En cambio, Shaqe se agita al recordar aquel 14 de junio de 2012, cuando su hija Marije estaba en casa del abuelo, en las alturas de Dukagjin, quitando las malas hierbas de los campos, y dos o tres hombres le dispararon por la espalda, matándola instantáneamente e hiriendo al abuelo, que no llegó con vida al hospital de Shkodra. “Tenía 17 años”, susurra la madre entre lágrimas, pocas y densas, “estaba llena de vida, sabía hacer de todo: el pozo de ahí fuera lo construyó ella. Ahora el Estado debe hacernos justicia: cuatro años después nadie ha sido castigado”.
Shaqe sabe quién disparó. Todo el mundo lo sabe. Desde 2010 su familia lucha contra otro clan familiar: estalló una disputa por la posesión de un canal de riego en las montañas de los alrededores, donde las leyes de un Estado aún débil se ven oscurecidas por el código arcaico del Kanun.
Alketa Leskaj. |
Redactado en 1400 por el caudillo Lëke Dukagjini, pone el honor por encima de todo y, cuando este se viola, prescribe la gjakmarrja, el ojo por ojo, diente por diente, ya que la sangre solo se lava con más sangre. Congelado por el puño de hierro del comunismo, en el norte de Albania el Kanun resucitó sin ningún cambio al final del régimen, en el año 1991. Según esta norma, la mujer no es más que un odre para contener hijos, y no vale nada: solo la sangre masculina, hasta el tercer grado de parentesco, puede borrar un agravio. En el caso de la familia Qukaj, el primero en matar fue un primo de Shaqe, pero la venganza se abatió sobre la joven Marije solo por error, por culpa del gorro en el que había recogido su largo pelo rubio, y de la ropa masculina que llevaba para cavar en el campo. Marije era alta, parecía un chico, por eso murió. Pero herir a una mujer es una vergüenza que impone el silencio al culpable, por eso el clan rival nunca ha reivindicado el crimen. Y sin una admisión pública, el camino de la reconciliación es algo imposible y los homicidios cruzados no pueden parar.
Marije Qukaj ha sido la única mujer víctima de una venganza de sangre en muchos años. Su primer plano, proféticamente triste, nos mira desde una fotografía colgada sobre el aparador en casa de su madre, la misma imagen que fue llevada en procesión por Tirana como imagen de los absurdos ritos que frenan la modernidad y el desarrollo de una Albania que también ha comenzado a soñar a lo grande.
Sin una admisión pública, el camino de la reconciliación es algo imposible y los homicidios cruzados no pueden parar
Después de un comunismo más aislacionista que en otros lugares, la guerra civil de 1997 y la hemorragia migratoria, en 2014 el País de las Águilas presentó su candidatura para entrar en Europa. Pero la retórica del Gobierno sobre el desarrollo arribista tropieza con restos medievales diseminados por el norte más tradicionalista, donde el Kanun se convierte a menudo en una excusa para deshacerse de los enemigos. Entre las condiciones para negociar la adhesión a la Unión Europea está la reforma de un sistema judicial politizado y corrupto, para que los ciudadanos confíen por fin en las instituciones del Estado y renuncien a tomarse la justicia por su mano.
Según el Ministerio del Interior de Albania, entre 1998 y 2012, la gjakmarrja ha provocado 225 muertes en el país, un 7,9% de todos los asesinatos. Las asociaciones comprometidas con la reconciliación de las familias en disputa lo desmienten: los voluntarios italianos de Operación Colomba han contado 144 asesinatos en 20 años solo en Dukagjin, y 180 disputas aún abiertas.
“El Código Penal ha endurecido las penas, pero no ha cambiado nada, y mientras tanto los políticos niegan el problema declarando que es solo un oscuro recuerdo del pasado”, señala más tarde Luigj Mila, de la Comisión Justicia y Paz de Albania, que está encabezada por la iglesia católica de Shkodra y apoya a las familias que viven prisioneras en su propia casa para no morir por una venganza de sangre. Según uno de sus estudios, en 2008, había en el país 138 clanes autorrecluidos para evitar represalias, 84 de ellos solo en la zona de Shkodra. Y 120 menores de edad a los que resulta imposible ir a la escuela por temor a ser atacados por la espalda. “Son datos alarmantes”, recalca Luigj Mila. “La venganza de la sangre, además de delitos, provoca pobreza, porque los hombres recluidos no pueden trabajar, y también analfabetismo entre los jóvenes, frenando el desarrollo. Después de la caída del comunismo, muchos se trasladaron aquí, a Shkodra, desde las montañas, trayendo consigo esta mentalidad ligada a la venganza. Parece que el fenómeno está disminuyendo, pero solo porque muchos huyen al extranjero”.
La retórica del Gobierno sobre el desarrollo arribista tropieza con restos medievales diseminados por el norte más tradicionalista
En Shkodra, el suburbio Kiras es una de las muchas aglomeraciones informales surgidas con casas ilegales para la gente que llega de las montañas. En Kiras hay varias familias implicadas en disputas, pero intentan por todos los medios ser invisibles. Ada, de 34 años, acepta recibirnos. Es amable, tímida y parece envejecida por la angustia que la asfixia desde hace seis años, cuando un cuñado mató a puñaladas a un hombre de otra familia del norte. “Intentamos una reconciliación, pero respondieron: ‘No, no perdonamos”, relata la mujer en voz baja. Desde entonces, su marido no cruza el umbral: según el Kanun la casa es intocable, solo aquí está a salvo de la venganza. “Hemos solicitado asilo en Bélgica”, explica Ada, “pero nos dijeron que tenían demasiadas solicitudes de albaneses basadas en la venganza, y que en muchos casos eran mentira”.
Al igual que todas las mujeres oprimidas por esta macabra gymkhana medieval, Ada es la única que trabaja en la familia: “Me dedico a la limpieza y, con el subsidio de pobreza, no llego al equivalente a 100 euros al mes. No puedo vivir así, con mi marido encerrado en casa, noches de insomnio, terror por mi hijo: quiero salir de aquí antes de que sea lo bastante mayor para que también pueda correr su sangre”.
“A algunos niños tenemos que llevarlos a la guardería de Kiras escondidos en furgonetas, para que no corran riesgos”, explica Alketa Leskaj, directora del centro para mujeres de Shkodra Pasos ligeros, abierto por la ONG italiana Cospe. “También hemos ayudado a mujeres víctimas de la violencia doméstica en familias implicadas en venganzas de sangre: en estas casas reina la tensión, y los maridos aislados, a veces alcoholizados, se desahogan a menudo con sus mujeres. Las ayudamos también a encontrar un trabajo: solo se permite salir a las mujeres, porque no se puede matar a una mujer. Pero nos damos de bruces con el muro de la mentalidad machista: las mujeres deben pedir permiso al marido para hacer cualquier cosa, y los maridos no quieren que realicen determinados trabajos, como camareras, por ejemplo, porque estarían en contacto con otros hombres. Realmente, estas mujeres soportan un peso enorme, psicológico y material”.
Entre 1998 y 2012, la gjakmarrja ha provocado 225 muertes en el país, un 7,9% de todos los asesinatos, según cifras oficiales. Las oficiosas son superiores
Xhixha, una encantadora señora de 54 años que está viviendo un drama embrollado, ha encontrado refugio en el centro Pasos ligeros. Para ella, la disputa se desarrolla entre los muros de su casa: “Después de que un sobrino de mi marido matara a un primo mío”, cuenta, “mi marido amenazó con matarme, porque pertenezco al clan rival. Huí, y ahora también mi familia de origen reniega de mí, porque me atreví a separarme de mi hombre. Pero yo ya no acepto esta mentalidad que reduce a las mujeres a la nada: ya no puedo soportar más esta violencia”.
“En nuestros tres centros de la ciudad luchamos contra todo esto”, interviene Alketa Leskaj “y ya hemos formado grupos de mujeres emancipadas, renacidas a la nueva conciencia de su valor, decididas a no obedecer más las reglas del Kanun que las quieren calladas y sumisas”. Como Zoya, de 70 años, de los cuales ha pasado 56 esperando que cayera el hacha sobre sus hijos y nietos: otra disputa violenta provocada por un canal de riego en las montañas. Otros asesinatos en una cadena que todavía nadie ha conseguido romper. Uno de sus hijos, que se fue a Grecia para escapar de la venganza, ha vuelto enfermo de esquizofrenia.
“La reconciliación se describe en el Kanun”, explica Giacomo Bandini de Operación Colomba, un grupo de voluntarios de la asociación italiana Papa Juan XXIII, que apoya a 30 familias en el camino hacia la paz. “El Código prescribe que debe haber un religioso como garante, testigos y una auténtica ceremonia. La decisión oficial la toman siempre los hombres, pero los pasos previos, es decir, la elección entre el camino de la venganza o el del perdón, la determinan las mujeres: el papel de las esposas y las madres es fundamental en la gestión del conflicto”.
Pensamos en estas palabras mientras, en casa de la desafortunada Marije Qukaj, su madre Shaqe nos despide tratando de sonreír. Pero su mirada inescrutable no nos permite saber qué camino ha tomado su corazón: si el alivio del perdón o la llama del odio y del ojo por ojo.
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